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Ahumada, los ambulantes y el historiador
Ex alumno de secundaria, Juan José Martínez (43) pasó buena parte de su vida escolar a pocos metros del Paseo Ahumada. Hasta pocos años antes de que naciera este doctor en historia económica de la Usach, la “cuadra de las Ahumadas” en la época colonial era una calle más de un centro que perdía brillo frente a Providencia y otras comunas, a lo que una parte desprevenida movido. comercio y otras actividades económicas.
Sin embargo, durante la alcaldía de Patricio Mekis (1976-79) se produjo una “resurrección” central cuya guinda fue la transformación de la calzada vehicular en peatonal. Esa vitalidad de las cuatro cuadras más transitadas de la ciudad es la que conocía Martínez.
El académico ha regresado al lugar muchas veces desde aquellos años universitarios. Por ejemplo, en su momento cuando se graduó de ingeniero comercial en la Universidad de Chile y cuando lo vio trabajar en el Departamento de Cuentas Nacionales y en el Departamento de Estadísticas Macroeconómicas del Banco Central, paralelo a su formación como historiador especializado. sobre temas laborales y presupuestarios al final de la Colonia. Ha vuelto al lugar muchas veces, pero el miércoles 18 de enero fue un poco diferente.
Ese día, a las 11 de la mañana, fue citado para reunirse con Tercero en la esquina poniente de Ahumada con Huérfanos, donde un “Se Arrienda” advierte que ya no está el restaurante McDonald’s local -aunque la marca sigue existiendo gracias a una heladería lateral-, mientras que en la esquina poniente hay una farmacia” blindados”, como en los días posteriores al brote. La última vez que había paseado por el lugar, poco después de publicar su primer libro en solitario (Comercio interior de Santiago de Chile a fines del periodo colonial, 1773-1810), fue a principios de noviembre, aunque en otra época. Esta vez recorrería el paseo marítimo hasta la Plaza de Armas y un poco más allá, tendiendo puentes entre momentos históricos. La especialidad obliga.
La mencionada pancarta de arrendamiento en McDonald’s, junto con otras de su tipo que aparecieron junto a grafitis disruptivos entre Alameda y Moneda, no dejaron de llamar su atención. Todo fuera de proporción, dice, es como si estos anuncios comenzaran a florecer en la Quinta Avenida de Nueva York. “Cómo será el resentimiento ante la inseguridad del centro”, agrega, “que esos lugares emblemáticos del comercio estén cerrados y en alquiler desde hace un tiempo”.
Lo que sigue, para el historiador, es ver qué hay de continuidad y qué hay de ruptura con el pasado (económico) del sector. Y mientras camina en dirección a la Plaza de Armas, advierte tempranamente la importante presencia de comerciantes informales, extranjeros y nacionales (aunque creía que iba a encontrar más de los primeros).
El decorado se asemeja a una feria y ocupa la franja central del paseo, ofreciendo todo lo que el lector pueda imaginar: tiritas, cigarrillos, cortaúñas, mascarillas, patasMuñecos de Peppa Pig, cuarzos y otras piedras, atrapasueños, cojines, relojes, joyas, gafas de sol, ropa de todo tipo y no pocos alimentos y bebidas.
Incluso el “pasillo interior” que los vendedores ambulantes dejan para los peatones puede verse interrumpido, entre Agustinas y Huérfanos por un cubo de plástico volcado y sobre el que hay un cartón con una leyenda –“Las mascotas están grabadas”- acompañada de tiernas imágenes de cachorros y un flecha roja que apunta en la dirección de un pequeño stand… con las placas indicadas.
Asimismo, se puede ver un puesto improvisado de papel de regalo con un cartel rojiblanco que ofrece un servicio de carga. Todos son vendedores ambulantes, siempre que ocupen un inmueble de uso público. Eso sí, y de acuerdo con decisiones municipales de los últimos años y décadas, algunos tienen permisos y patentes (los que van sobre ruedas, por ahora), mientras que otros, la aparente mayoría, no tienen nada de eso y son, propiamente hablando, vendedores ambulantes ilegales. .
El comercio callejero, observa el historiador, ha sido considerado un problema desde los días de la fundación de Santiago (1541) y la temprana creación del Cabildo que administró la ciudad durante la Conquista y la Colonia. Y así fue visto, en un principio, porque estaba fuera de un sistema articulado en torno a una concepción del bien común que no concordaba con la reventa de productos: “Eso no se veía bien, porque había usura en la reventa, y que la usura también iba de la mano de una desregulación de precios, mientras se regulaba el comercio establecido, y no sólo el comercio, sino todo el sistema económico”.
Además, prosigue Martínez, había una cuestión fundamental: estos comerciantes “tampoco pagaban impuestos, a diferencia del comercio establecido y toda una serie de otros agentes del sistema económico de la época colonial. Al no pagar impuestos, no participaban de este sistema que buscaba el bien común y, por tanto, la utilidad general”. Históricamente hablando, este ha sido “el elemento más persistente” a lo largo de los siglos, sin perjuicio de que hoy en día puedan existir otros factores que preocupan más al ciudadano de a pie, como la inseguridad o el descuido.
Las cocinerías y fritanguerías, así como la venta de alpargatas y sandalias, formaban parte de un espacio en el que “tenderos”, “cajoneros” (que compraban y revendían en el mismo lugar, instalados en cajones), “baratilleros” (que se acomodaban con lo que tenían) y “regatones”, o “mercachifles”, que elaboraban frutas y verduras en las haciendas cercanas para revenderlas en la ciudad y que en las noches santiagueras aprovechaban para rebajar productos obtenidos del hurto.
Una disposición del Cabildo de Santiago decía al respecto en 1767: “No deben ser vendedores todos los que vagan por las calles y pregonan sus mercancías en la calle, ni los que venden hospedajes, dulces, helados y otras bagatelas semejantes (.. .)”. Esto dejaba a todos los vendedores ambulantes fuera de la ley (y por tanto en condiciones de ser perseguidos y erradicados). Por supuesto, los informales integraban una vasta red de abastecimiento y distribución muy difícil de delimitar.
En este sentido, “hay un punto de inflexión, sobre todo en el último tercio del siglo XVIII, cuando se produce una renovación urbana que tiene que ver con una idea ilustrada del ser humano: de saber, pero también de ser agente del propio futuro”. , del propio progreso”, añade Martínez. “Y eso significaba renovar la ciudad, embellecerla. Desde este punto de vista, también quedó fuera el comerciante ambulante, porque formaba parte de esa basura que estaba al lado del comercio establecido”.
En 1757 se instaló en la Plaza Mayor (actual Plaza de Armas) la Casa de Abastos, que “tiene la lógica de adecentar un poco el desorden que había”. Con el tiempo, “Santiago entra en un momento de gran progreso: hay un impulso urbano por la construcción, de modo que cada mestizo que llega a la ciudad se emplea en la construcción, gana dinero y, por lo tanto, hay circulación de divisas, hay compra y vendiendo en comercios, pero también en la calle”.
Ya hacia 1820, “cuando las cosas no dan para más”, O’Higgins trasladó la Casa de Abastos al actual Mercado Central, “que hasta entonces era como el patio trasero de la ciudad. El comercio ambulante también se ‘barniza’ por esa idea de poca decoración que se ve en las calles, incluso por la mala salubridad. Es como agregarle una segunda capa”.
La tarea de control recae actualmente en los inspectores municipales, Seguridad Ciudadana y, en su caso, en Carabineros. El paseo del miércoles 18 no da cuenta de ninguno de estos funcionarios, salvo cuando se ha cruzado la Plaza de Armas y comienza Puente, la continuación de Ahumada hacia el norte, que siempre ha sido un mundo diferente al de Ahumada: más cosmopolita. , más popular, con más comercio callejero.
Realizada esta constatación, Martínez expone la histórica preocupación municipal al respecto. Hacia finales del siglo XVIII, dice, “había unos 12 alguaciles para estos fines, a los que se les pagaba dos o tres veces el salario mínimo. Eventualmente, fue para mandar a la cárcel a los vendedores ambulantes, porque lo que hicieron fue sancionado. Pero ¿cuál era la lógica? Diciendo ya no podemos con esto, la Casa de Abastos se quedó corta: vamos a trasladarlos a un lugar donde podamos darles un poco más de espacio, donde exista la infraestructura”.
En primera instancia, ese fue el Mercado Central. Posteriormente, con el Puente Cal y Canto (inaugurado en 1780 y demolido en 1788) se habilitó La Chimba, al otro lado del Mapocho, a donde llegaban los campesinos de la zona norte y donde también había un comercio. Allí nacería la actual Vega Central. La idea era “correr al otro lado del río” que este comercio callejero consideraba insalubre y sucio.
Y el historiador económico está discutiendo estos temas cuando se le ocurre poner como ejemplo lo que dice un vendedor ambulante casi al llegar a Company: acaba de comer de uno de esos contenedores de plumavit en los que circula comida para llevar. . Lo ha dejado allí, relativamente cerca de él. Un testigo involuntario de esta entrevista, un “vecino” suyo, viajando como él, recoge puntualmente el contenedor para llevarlo a la basura. No te pierdas el decoro.
Porque la limpieza, la higiene y la decoración son y han sido un tema, con diferente énfasis y en diferentes momentos. Hoy, en tiempos de inflación y de importantes flujos migratorios, en principio no aparecen como los más apremiantes (aunque complementen una cierta degradación urbana). La diversidad de los participantes y su mayor número, así como el desbordamiento de actividad -que en algunas estaciones de Metro dificultaba el paso de los propios viajeros por los propios andenes- generan una estampa que marca continuidades y rupturas.
Por un lado, recientemente en Coquimbo, y muchas veces en el mismo Santiago, vendedores ambulantes agrupados han acordado con las autoridades ser trasladados a lugares limpios y reglamentados para trabajar, pagando impuestos por ello. Por otro lado, fenómenos como la inflación “hacen que la gente necesite más dinero para subsistir en el día a día”. Y ese comercio callejero aparece como opción.
La subida del IPC y otros factores también inciden en que hoy haya inmigrantes que están “fuera del sistema, realizando una actividad que también debe ser muy acorde con la que hacían en sus países de origen. Porque en muchos de estos países, al norte, el comercio ambulante es una realidad. Uno va a México y come en la calle. Lima es un poco más como Santiago era antes, pero en La Paz, en Quito y en las ciudades colombianas se ve mucho comercio callejero”.
¿Cuánto conversa todo lo anterior con la percepción de inseguridad? No es algo sobre lo que el investigador ofrezca cifras o conclusiones. No es su terreno, más allá de que tiene alguna idea o que ha visto, como casi todo el mundo, el vídeo viral de dos niños blandiendo cuchillos en Ahumada con Agustinas, a finales de noviembre.
Entender, finalmente, que el caso de este paseo es más benigno en este sentido que el de otras arterias y sectores de la capital, al menos de día. Pero esa Ahumada es diferente, lo es.
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