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Álvaro Ortúzar y la situación de sus funcionarios públicos.

Martina E. Galindez

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Ya sea por razones políticas, presupuestarias o de otra índole, el Estado se ha visto plagado con el tiempo de funcionarios públicos contratados o remunerados. Siendo tales funcionarios verdaderamente uno de los que deben formar parte de la plantilla, es decir, no son requeridos para trabajos temporales o expertos sino permanentes, las sucesivas renovaciones de los contratos no han hecho más que reconocer una situación jurídica compleja en cuanto a la regularización de su situación laboral. Por ahora, un empleado remunerado no tiene derecho a ciertos beneficios económicos como compensación por años de servicio y contribuciones a pensiones. Pero ese vínculo ya no será precario porque se han realizado renovaciones periódicas del contrato. La discusión sobre cuánto tiempo deben tardar tales renovaciones en mutar en un contrato definitivo ha sido objeto de litigio, y el Tribunal Supremo ha decidido bajo el criterio de dos o, recientemente, cinco años de permanencia en el cargo para tener ese carácter.

Nadie duda, ni dentro del aparato público ni desde fuera, de que la situación de sus funcionarios públicos es producto de una especie de hipocresía generalmente aceptada. No son personas necesarias como profesionales esporádicos, ni asesores para asuntos puntuales y transitorios, sino aquellos que se hacen pasar por tales para encubrir un contrato que en realidad debería ser regular. Y esa precariedad laboral es inaceptable, por lo que hay consenso en que, al cabo de un tiempo, el falso contrato retribuido se transforma en lo que siempre debería haber sido, uno indefinido, con todos los derechos sociales incorporados.

Entonces resulta que también es hipócrita que se adjunte al contrato de honorarios una especie de cláusula oculta, consistente en la seguridad o certeza de que el contrato con el Estado será renovado por todo el período requerido para ser permanente. La anterior Contraloría General estimó que el plazo para esa “confianza legítima” en que se alcanzaría un contrato definitivo sería su renovación por dos años, lo que fue visto como una “conquista social”, mientras que la actual Contraloría General ha dictaminado que ese plazo debe ser resuelto por el poder judicial cuando el conflicto surja en dicha sede.

La verdad es que esta última sentencia es jurídicamente correcta, pero complica el sistema. Los empleados públicos honorarios ven frustrada una expectativa derivada del comportamiento del Estado durante mucho tiempo, y con razón. La confianza consiste en que la administración pública no modificará sus propias normas y decisiones, lo suficientemente contundentes como para hacer creer que es legítimo ser contratado a cambio de una remuneración, creyendo que es cuestión de un par de años formar parte del personal. . Esos dos años ya no existen ni el Estado garantizará contratos definitivos mientras no sea condenado judicialmente.

Por Álvaro Ortúzarabogado