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Columna de Daniel Matamala: La República

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Una imagen poderosa marcó el funeral de Estado del expresidente Sebastián Piñera. El Presidente Gabriel Boric, la expresidenta Michelle Bachelet y el expresidente Eduardo Frei (junto al presidente del Senado, Juan Antonio Coloma) hicieron la guardia de honor ante el féretro del malogrado exmandatario. Sólo faltó el expresidente Ricardo Lagos, excusado por motivos de salud.

Todos ellos fueron, en su momento, rivales de Piñera. Frei lo enfrentó en las elecciones senatoriales por Santiago Oriente en 1989, aún en dictadura. Bachelet, en la elección presidencial de 2005, tras la cual se dio una curiosa sucesión en la entrega de la banda presidencial: Bachelet a Piñera en 2010, Piñera a Bachelet en 2014, y Bachelet a Piñera en 2018. Quien interrumpió esa cadencia fue Boric, férreo opositor de Piñera en sus dos mandatos. Fueron, en resumen, adversarios. Rivales. Pero no enemigos.

Desde que se conoció la tragedia, la tarde de este martes, hasta que se dio la última despedida, este viernes, Chile se reencontró con una de nuestras grandes fortalezas. Con un sentido de humanidad y de continuidad que hace que nuestra República, pese a todas sus grietas y tensiones, sea aún capaz de seguir adelante.

El sentido de humanidad apareció el mismo martes. Una vida se había perdido trágicamente, una familia y un círculo de amigos lloraban una pérdida, y el pésame fue generalizado. Todas las figuras políticas relevantes tuvieron una sola voz para extender las condolencias a quienes sufrían.

Puede parecer obvio, pero no lo es. Hay momentos en la historia de los países en que la refriega es tan dura, que hasta ese básico sentimiento humano pareciera desaparecer. Ese, lo comprobamos con alivio esta semana, no es el caso del Chile de hoy.

Es que sin esa reserva de humanidad no hay cemento capaz de mantener unida a una sociedad. Y, sobre ella, la edificación de una República como la nuestra requiere el respeto a ritos y figuras, por su rol como depositarios de la soberanía popular.

En las monarquías, la fórmula es sencilla. Le roi est mort, vive le roi!, o The king is dead, long live the king! se ha exclamado por siglos para subrayar esa continuidad de la institución monárquica más allá de la persona que circunstancialmente ocupa el cargo.

Tras independizarse de las coronas europeas, nuestras repúblicas americanas debieron encontrar una nueva fuente de legitimidad que permitiera recrear el principio de autoridad antes encarnado por el rey. Chile fue especialmente exitoso en esa transición, siguiendo el principio portaliano de depositar esa legitimidad en una figura abstracta e impersonal: la Presidencia de la República.

No hay derecho de sangre en el Jefe de Estado de la República, sino una construcción política. En una democracia, la soberanía reside en el pueblo, y este le entrega su ejercicio, con límites específicos y por un período acotado, a uno entre los suyos. Su rol es ejercer ese mandato, y entregarlo luego a otra persona elegida de acuerdo a las mismas reglas.

Solemos hablar del “Primer Mandatario” como un simple sinónimo de Presidente, sin reparar en la profundidad de la expresión. Porque es la primera autoridad de la República, pero antes que eso, es quien recibe un mandato. El poder no está en él, en su sangre, su herencia ni su apellido. Tampoco en una suma de cualidades personales que lo hagan necesariamente el mejor de los nuestros. Sólo es un mandato, acotado y limitado, para ejercerlo en nombre del pueblo que lo ha elegido.

Cuando muere un expresidente, por lo tanto, fallece un ser humano, y eso nos hace condolernos con sus deudos. Se hace también el balance del legado de un líder político, balance que es siempre controvertido y polémico.

Pero, sobre todo, se va alguien que ha sido elegido por el pueblo para entregarle un mandato, y por eso el homenaje a su figura es el homenaje a la República que él, más allá de sus virtudes y defectos, encarnó.

Cuando los expresidentes se reúnen, cuando los ministros de Estado forman guardia de honor, cuando los edificios y los símbolos de la democracia son ocupados en ese adiós, cuando quienes han sido sus adversarios destacan los aspectos más luminosos de quien ha partido, no sólo se homenajea a una persona, se enfatiza la continuidad de la República.

Insisto: todo esto puede parecer obvio, pero no lo es. Cuando las democracias se marchitan y mueren, ese proceso siempre es acompañado por un déficit de amistad cívica.

Los miembros de una comunidad, y en especial sus élites, pierden esas formas y atizan un enfrentamiento que ya no es entre adversarios ni rivales, sino entre enemigos.

Es lo que ha pasado en lugares tan diversos como Estados Unidos, Brasil o Venezuela. Una lógica de enemigos va destruyendo los cimientos de la convivencia, deshumanizando a los adversarios y volviendo aceptable cualquier acción política, por más violenta y antidemocrática que ella sea. El Chile de hoy no está ajeno a esta política de la confrontación. Pero en los momentos decisivos, en aquellos en que está en juego la continuidad de los símbolos democráticos, aún somos ejemplares.

Cada noche de elecciones, el perdedor reconoce su derrota y felicita al ganador. El presidente saliente llama al presidente electo y también lo congratula. Cada cuatro años, un 11 de marzo, quien ha ejercido el mandato concurre al edificio del Congreso para entregar la piocha de O’Higgins a su legítimo sucesor.

Y cuando la persona que ha tenido el honor de custodiar esa piocha fallece, sus pares, junto a todo el país, hacen una tregua en sus querellas diarias, se conduelen y recuerdan.

Más adelante vendrá el balance de la historia. Más adelante, los panegíricos más encendidos serán entibiados por la perspectiva del tiempo. Las virtudes y defectos, los éxitos y los fracasos serán aquilatados en su justa dimensión.

Pero en estos días, lo importante es que un ser humano ha sido despedido con respeto y la continuidad de la soberanía popular ha sido exaltada.

Hoy, nuestra República es más fuerte.

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