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Cómo Jorge González se convirtió en leyenda
Recuerdo a un chico que quedó impresionado por sus letras cuando los prisioneros ellos sacaron La voz de los 80 y mi madre discutiendo por el cantante desafinado. Recuerdo escuchar con ansiedad “Nunca queda mal con nadie” en la radio Galaxia porque nadie se quejaba en público y mucho menos cantaba. Recuerdo que hacía frío y estábamos esperando a la profesora mientras nos poníamos los auriculares de un estéreo personal para escuchar por primera vez “No dejes que te destruyan la vida”, grabado desde la radio a primera hora de la mañana.
Recuerdo la decepción cuando mi amigo Leo me dijo que Narea se había ido porque en ese momento todavía imaginábamos a Los Prisioneros como una unidad donde todos valían más o menos lo mismo. Recuerdo el desconcierto copas (1990) y haber llamado a la emisora Portales de Valparaíso porque Jorge González Estuvo en los estudios para preguntarle al aire medio enojado por qué ya no tocaba el bajo. Él respondió cortésmente diciendo que volvería a ello en cualquier momento, aunque su tono apenas disimulaba el aburrimiento de gente torpe como yo que tardaría un poco en entender que el rock ya no era su lenguaje favorito.
Nunca vi a Los Prisioneros con la alineación clásica de los 80. El día que sucedió, una tarde de 1987, tomé la decisión equivocada.
Estaba caminando con unos amigos del colegio por el plan y nos separamos en la Plaza O’Higgins. Algunos subimos a un autobús, otros fuimos a contemplar la multitud arremolinada y efervescente en las afueras del fuerte del Prat. Al día siguiente llegaron diciendo que se habían colado en un concierto de Los Prisioneros y que se habían vuelto unos putos porque se subió una chica al escenario, cortaron el espectáculo y los policías aprovecharon para parar todo.
En el verano del 92, en la época de Cecilia Aguayo y Robert Rodríguez, los vi en el estadio de Playa Ancha. En cuanto al último concierto con esa alineación y que fue decepcionante, sonó horrible en la galería, tal como años después sucedería en la aburrida despedida de Soda Stereo en el Estadio Nacional. La gente montó un pogo, arrojaron cosas al escenario y la banda se detuvo. Con una chaqueta estilo Ramones, Miguel Tapia le dio un desafío didáctico a la gallada. “El punk era un problema en Inglaterra en 1977 y eso fue todo. “Esto es otra cosa”.
En 1999 esperaba mi turno para entrevistar a González en el sello Alerce para mi destinoel primer álbum en seis años. Se intensificaron los rumores sobre drogas y descontrol. De repente escuché gritos y malas palabras mientras un tipo salía corriendo del segundo piso con la cabeza gacha, creo que era de LUN.
Subí y González estaba furioso. Vi una hoja con un setlist garabateado a mano de canciones solistas y otras de Los Prisioneros. La lista incluía “Need to be able to Breath”, el cover de Albert Hammond, y “Another day”, la canción más Depeche Mode que no ha compuesto Depeche Mode, mi canción favorita de Los Prisioneros. Le dije. “Ese final con el piano fue demasiado lejos”. El enfado de González desapareció.
Entre 2001 y 2002 El Mercurio llegó tarde al espectáculo y me pidieron competir con Cristián Farías de La Tercera, amo y señor del rubro. Perseguí a top models como Laetitia Casta y Naomi Campbell y asistí a bodas de celebridades como “Chino” Ríos, Cecilia Bolocco, Cristián de la Fuente y Beto Cuevas. El cantante de La Ley fue el único que recibió a los periodistas en la fiesta.
Me estoy lavando las manos en un baño cuando Jorge González sale de una cabina. Habían pasado apenas un par de meses del regreso de Los Prisioneros, la gracia de llenar el Estadio Nacional durante dos días sin mayor publicidad. Hablamos de esas noches, me interesaba saber cuál prefería. El primer show fue memorable, pero el segundo me pareció extraordinario porque los nervios se habían calmado y el trío de San Miguel simplemente disfrutaba de la cálida noche primaveral, la gente y la luna llena (“cachen la media luna”, improvisó González en medio de “Somos rockeros sudamericanos”). Jorge pensó lo mismo. Cuando le pregunté qué se avecinaba, me habló de un gran concierto gratuito al aire libre en alguna zona popular de Santiago. Nunca sucedió.
En septiembre de 2018 asistí a la presentación de Gustavo Santaolalla en Nescafé de las Artes. Faltaban unos minutos para que comenzara el espectáculo y veo a un hombre encorvado caminando con dificultad y asistido. Era Jorge.
Espontáneamente la gente empezó a aplaudir. El músico argentino dos veces ganador del Oscar cantó “Por amarte” de copasel disco firmado por Los Prisioneros en 1990 aunque perfectamente califica como su primer disco solista.
Podría quedarme con ese recuerdo de Jorge González –el artista estoico de cuerpo maltrecho que ha recibido el cariño del pueblo y los honores en vida– pero prefiero otro.
Una noche de invierno en el Ministerio de Culturas de Valparaíso, hace quizás diez años, actuó sólo con una guitarra eléctrica y algunos efectos. La sala del antiguo Correo de Chile en el puerto estaba repleta, un pebetero perfecto para un concierto que fue magnífico, emotivo, potente. Fui con mi viejo rockero. Nunca lo había visto en vivo y Los Prisioneros no le llamó la atención; Sin embargo, quedó asombrado por el encanto de las canciones con algunas de las mejores letras jamás escritas en este país, y sobre todo el carisma para dominar el escenario absolutamente solo. Salimos a la Plaza Sotomayor convencidos de haber visto una leyenda en medio de una densa niebla. Nos perdimos en la bruma buscando un bar. Ese espectáculo merecía un brindis.