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Hernán Rivera Letelier: “Me reconcilié con la muerte, ahora la espero tranquilamente”
Fue durante la pandemia. Cuando corrían los días oscuros en que el mundo estaba encerrado para proteger la vida, en medio de la incertidumbre y el asombro que provocaba el coronavirus. Pero en el desierto, lejos de la primera línea de acción, lejos de las salas de emergencia que colapsaban con los infectados, Hernán Rivera Letelier (72) se dedicó a escribir novelas cortas en la cálida intimidad de su hogar, en Antofagasta. “Me salvó la vida”, recuerda.
“No tenía nada que escribir, acababa de publicar epifanía en el desierto (2020) y estaba a medio cocer El secuestro de Sor Tegualda, ahí me quedé en blanco y no aguanté el encierro sin escribir. Le puse empeño y escribí 4 novelas cortas, 110, 120 páginas”, señala a Culto.
De esos cuatro, finalmente quedaron 3 que acaban de publicarse en un solo tomo vía Alfaguara, se llama Hombres llegando a un pueblo. Son tres historias de aventureros que llegan a las oficinas salitreras perdidos en el desierto de atacama: violinista, charlatán y fotógrafo. El primero, conoce a un anciano que cuida las ruinas de una oficina y que está obsesionado con Niccolò Paganini; el segundo es un tipo de habla suave que se las arregla para vender chucherías a la gente; el tercero, dice Rivera, es un homenaje al fotógrafo Glenn Arcos, “el mejor fotógrafo del norte, me lleva 25 años retratándome”, dice.
¿Por qué te gustan los charlatanes?
Los conozco de niño. Cuando era niño volaba escuchando a estos muchachos en la plaza, en el mercado de Antofagasta. Vendía periódicos, tenía 12 años, y por mi buena cara siempre me llamaban de ayudante. Los conocía bien. Conocía los palos blancos y todos sus trucos, admiraba su poder de persuasión para vender cualquier cosa que se les ocurriera.
Tranquilo, sentado en el lounge de un elegante hotel en el centro de Santiago, Rivera Letelier es como un bonachón de ciudad vieja siempre dispuesto a contar una historia, la primera que se le pase por la cabeza. De ese sabor, que le sale por los poros cada vez que habla, y le hace brillar los ojos, todas sus novelas han salido como Himno del ángel parado en una pierna, o El contador de películas. Estos le han dado un nombre en la literatura chilena, siendo traducido a 21 idiomas y ganando dos veces el Premio del Consejo Nacional del Libro. Es un privilegiado, porque ha sabido convertir su pasión en su trabajo, para el que incluso ha desarrollado una rutina. Como un calichero que va a extraer el preciado oro blanco bajo el sol inclemente de la Pampa del Tamarugal.
“Me levanté a las 5 de la mañana. No tanto porque quisiera escribir en ese momento, sino porque el Parkinson ya no me deja dormir, me está afectando el sueño, no duermo más de cinco horas. Si me acuesto a las 12, me despierto a las 5; si me acuesto a las 10, me despierto a las 3. Me levanto, me ducho, tomo un té y voy a escribir hasta las 11 de la mañana, luego voy al café a hablar con amigos. Después, calculo que la casa está limpia, el almuerzo está listo y la mesa puesta, y vuelvo. Almuerzo, tomo una pequeña siesta. De ahí me levanto, me siento a leer, escribir o corregir, de ahí estoy hasta las 8”, comenta Rivera Letelier.
En la primera de las historias, Un hombre llega a Altagraciahace un guiño a una de sus novelas anteriores, Los trenes van al purgatorio. ¿Por qué?
Porque en esa novela se dudaba de que la mujer, Uberlinda Linares, se hubiera fugado con el acordeonista, Lorenzo Anabalón. Aquí quería contar cómo era realmente, pero me volvió a dejar con la duda (risas). Cuando los personajes están vivos, van a donde quieren. Soy de los que deja hablar a los personajes, no los presiono, no hablo por ellos. Hay escritores que parecen ventrílocuos, hablan por los personajes.
¿Estás en un proceso retrospectivo de tu obra? Porque en epifanía en el desierto dijo la parte de atrás de La reina Isabel cantó rancheras.
No te preocupes, no lo había pensado de esa manera. Más bien estoy en lectura retrospectiva, releyendo a mis maestros Boom, pero en escritura creo que no. epifanía en el desierto iba a ser el prólogo de la edición especial de los 25 años de Reina Elizabeth, me preguntó la editora, Paz Balmaceda. “5,6 páginas”, me dijo. Estaba en la página 20 cuando me di cuenta de que era un libro y no un prólogo. No planifico mis libros. Hay libros que nacen de un título. Por ejemplo, El secuestro de Sor Tegualda Primero se me ocurrió el título, como broma. Se me acercó una señora en el café de Antofagasta y me dijo que había leído la trilogía de Tira Gutiérrez, y me pidió una cuarta parte. Le dije que era una trilogía, que no había una cuarta parte, pero me dijo que hiciera otro libro. Por el gusto le dije: “Voy a hacer otra y le voy a poner El secuestro de la hermana Tegulate” (se ríe). Más tarde, estaba en Cuba, aburrido como el demonio, puse ese título en la computadora y fluyó. La inspiración aparece por todas partes.
En el primer cuento, y en varios de sus libros, hay una importante presencia de trenes. ¿Qué relación tienes con ellos?
Casi romántico, creo que los trenes fueron el último vestigio romántico del siglo XX. Todos los pampinos trabajábamos en el tren, no había colectivos para ir a Santiago, teníamos que volver en el Longino, que cruzaba el desierto. Fue un viaje de 4 días y 4 noches. Para mí el tren es muy importante, hacía un show en la escuela los días que llegaba el tren, porque era una fiesta en la oficina, la gente se disfrazaba para ir a ver el tren.
¿Cómo se escribe sobre la Pampa sin caer en repeticiones?
La Pampa recorre mil kilómetros en medio del desierto. Allí había más de 300 oficinas y campamentos, así que imagina la cantidad de historias que hay en cada oficina dando vueltas en el aire, habría que atraparlas con una red, como mariposas y tengo muchas historias que contar. El problema -como dices- es no repetirte, aunque a veces me pasa que un personaje salta de un libro a otro, pero eso no está planeado. A los lectores les encanta. Viejo Olegario Santana, de Santa María de las Flores Negras (2002), apareció en el arte de la resurrección (2010) y la gente me decía que era una alegría volver a ver vivo al viejo.
¿Y eso no es repetición?
No, porque en La Pampa íbamos de una oficina a otra. Un anciano podía haber vivido más de una aventura en cada oficina, o las historias se repetían. Por ejemplo, lo que pasó con los mineros. Cuando tenían un dolor de amor ataban un cartucho de dinamita a su guata y le prendían fuego. Se tragaron el dolor con tripas y todo. Eso pasó en muchas oficinas.
Metiéndose en los nudos mismos de su escritura, esa que relata el gran norte, Hernán Rivera Letelier toma aire y, como Longino después de haberse detenido en una estación pampeana, continúa: “Yo lo que hago es contar historias que viví. no como son, sino como me hubiera gustado que fueran. Una historia real debe convertirse en una novela. Un anciano sentado en una piedra en el desierto mirando un lagarto es un hecho corriente, pero si usas el lenguaje adecuado, lo conviertes en una imagen mágica”.
¿Cómo ha estado tu salud después de los infartos de 2019 y el Parkinson?
Al menos lo soy. Cuando me preguntan, siempre digo eso. Ambos infartos fueron muy complicados. Lo que más me mima es el Parkinson, me afecta el sueño y me dificulta hablar. Siempre he dicho que el escritor ideal debe ser mudo y voy camino de la perfección.
¿Tienes miedo a la muerte?
Estaba enojado con él, porque había muchos proyectos que aún tenía que hacer. Pero después de sus infartos creo que me reconcilié con ella, ahora la espero con calma.
Junto a nombres como Antonio Gil, Ramón Díaz Eterovic y Armando Cartes, Rivera Letelier es uno de los candidatos al Premio Nacional de Literatura 2022. Al mencionárselo tiene expectativas cautelosas, pues ya conoce el amargo sentimiento de derrota en ese sentido. “Esta es la quinta vez que me nominan, es como buscarle la quinta pata al gato”, espeta como dicho popular.
¿Cree que le deben el Premio Nacional de Literatura?
Siempre digo que tal vez no lo merezco porque no tengo estudios, no tengo una carrera, no hice una maestría. Pero creo que mi trabajo sí lo merece, he llevado las historias del salitre, del desierto y de la pampa a casi todo el mundo.
Cuando termina, se levanta lentamente y sale del hotel donde posará para algunas fotos. Al pasar por nuestro lado, con la convicción de quien ha mirado la muerte y se ha escapado, dice: “Voy a escribir hasta que no pueda más. Tengo bosquejos para dos libros más. Es que el narrador de La Pampa está lejos de tirar la toalla.
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