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Matías Acevedo y la responsabilidad fiscal
Estos días la atención estará centrada en el Presupuesto 2025, cuánto crecerá el gasto público y cuáles serán las áreas prioritarias. La verdad es que cualquier Presupuesto que entre, deja al Parlamento prácticamente igual. La única incertidumbre es qué tan extensos y diversos serán los temas en el “protocolo de acuerdo” que acompaña su aprobación, que el año pasado incluyó temas tan diversos como “hacer una propuesta integral para la protección de los ecosistemas marinos” (compromiso #18 de 50 ), relevante, por cierto, pero que no tiene nada que ver con el Presupuesto Nacional.
Probablemente, pasaremos un año más sin abordar de manera realista la pregunta más relevante para el futuro de los programas sociales: ¿Qué legado fiscal queremos dejar a las generaciones futuras? Una preocupación que sobre el papel parece técnica, pero que tiene un profundo significado social, porque la oportunidad de sostener el financiamiento de los programas sociales depende única y exclusivamente de la capacidad del Estado de tener ingresos permanentes como contrapartida para financiarlos y no seguir recurriendo a la deuda pública.
Los gobiernos de la Concertación, junto con el primer gobierno del ex Presidente Piñera, heredaron finanzas públicas ordenadas a una generación durante 25 años. En el gobierno del expresidente Lagos se introdujo la regla del superávit fiscal, que obligó a ahorrar en tiempos de “vacas gordas” para afrontar dos crisis económicas, una social y el terremoto. La deuda neta hasta 2014 alcanzó apenas 2,3 puntos del PIB, el ahorro 11,3 puntos del PIB y los pagos de intereses como proporción del gasto público fueron sólo el 3%.
Gracias a esta disciplina fue posible financiar políticas sociales como el plan de salud Auge, el pilar de pensiones solidarias que luego se convirtió en PGU, el programa Chile Solidario que luego amplió su alcance y cobertura, el postnatal de seis meses, sumado a un amplio programa de infraestructura pública iniciado por el ex Presidente Frei.
La realidad fiscal y económica hoy es otra, con una deuda pública de 40 puntos del PIB, un ahorro que no supera los 4 puntos del PIB y un déficit estructural que apenas cede, mientras que el crecimiento potencial, que en el pasado fue un aliado para consolidación fiscal, hoy es una carga.
La promesa de consolidación fiscal para estabilizar la deuda pública para 2028 debe ser técnica y políticamente viable de sostener en el mediano plazo, pero hoy no cumple ninguna de estas dos condiciones. Técnicamente, necesitamos que el saldo estructural primario (ingresos menos gastos, antes de intereses de la deuda) se reduzca en 2,3 puntos del PIB durante los próximos 3 años. Las estadísticas del FMI nos dicen que sólo 1 de 4 países de la muestra lo logra en ese período de tiempo. Y en materia política, ese ajuste requiere que el gasto público, en promedio, crezca un 1,6% en los próximos cuatro años. Desde el retorno a la democracia, nunca se ha presentado al Parlamento un proyecto de ley de presupuesto en el que el crecimiento del gasto sea cercano al 1,6%, siendo en promedio tres veces mayor.
¿No sería más razonable comprometerse con una consolidación fiscal que tenga un 80% de probabilidad de cumplirse, en lugar de sólo un 20%? Con una regla sencilla que nos permita volver al superávit de balance estructural de antaño. Para lograrlo necesitamos un acuerdo que nos saque de la situación política y nos permita mirar hacia un horizonte de ocho años.
Nuestra experiencia reciente pospandemia nos enseña que es posible cumplir con nuestros compromisos fiscales cuando van precedidos de un acuerdo técnico-político transversal (Acuerdo Covid, junio de 2020). Así, nuestro país llevó a cabo en el gobierno anterior, en la Ley de Presupuesto 2022, el segundo mayor ajuste fiscal del mundo después de Noruega, que cumplió el actual gobierno.
Está claro que la responsabilidad fiscal y la social no compiten. Todavía estamos a tiempo de ofrecer un camino que sea técnica y políticamente viable para sostener a las generaciones futuras. Podemos ser recordados como la generación que prometió mucho, pero no cumplió, dejando una pesada carga de deuda a las generaciones futuras y restringiendo el desarrollo de programas sociales y la inversión pública. O ser parte de aquello que logró lo contrario, convocando a lo mejor de la tecnología y la política para volver a alcanzar un acuerdo sobre responsabilidad fiscal de largo plazo. El camino a seguir todavía está en nuestras manos.