Cuando se aumentó la tasa del impuesto corporativo en Chile, se pensó que el impuesto lo pagarían los empresarios que tuvieran ganancias significativas. Eso fue parte del apoyo ideológico para aumentar precisamente ese impuesto. Pero pensar que un impuesto corporativo es necesariamente equivalente a un impuesto al capital es un gran error. Es precisamente la lección de una obra muy importante de Arnold Harberger de hace más de 60 años, una de varias obras que le han convertido en candidato al Nobel.
El punto central es que quien paga el impuesto no es necesariamente quien entrega el dinero a Hacienda ni quien la ley dice que debe pagarlo. La incidencia del impuesto no está determinada por criterios legales sino por el funcionamiento de la economía. El empresario puede entregar el dinero al Tesoro pero puede haberlo financiado aumentando sus precios o pagando menos por sus insumos, o por sus trabajadores. De modo que el impuesto de sociedades puede ser pagado por el capital, por el trabajo o por los consumidores.
Un punto central en esto es el hecho de que con un mercado de capitales abierto, existe una tasa de rendimiento de equilibrio o “esperada” por debajo de la cual, especialmente en el mediano plazo, el capital simplemente abandona lugares donde el rendimiento es menor que dicha tasa. Esto significa que, en las economías abiertas, no es el capital el que acaba pagando la mayor parte del impuesto de sociedades, sino el resto de los actores de la economía.
Lo anterior implica que si bajamos el impuesto de sociedades hoy estamos bajando un impuesto al trabajo y a los consumidores, no sólo al capital. Y al aumentar el rendimiento del capital lo que tendremos son ingresos del capital, más inversión, más producción, más salarios y precios más bajos. Ésa es la razón por la que países muy favorables a los trabajadores, como los países nórdicos, han acabado tratando al capital con mucha generosidad.
De hecho, es el mismo error que se comete cuando se decide financiar un programa con impuestos a los salarios, que se dice que son pagados por el empleador: se vuelve a pensar en este impuesto como un impuesto al capital, pero en realidad si el rendimiento del capital cae por debajo del “esperado”, el capital migra a otros países, lo que es mucho más difícil para el trabajador. Con esto, el impuesto acaba pagándose mayoritariamente por el trabajo, diga lo que diga la ley al respecto. En los años sesenta este error conceptual llevó a que los impuestos sobre los salarios fueran del 100%. No se comprendió que era cierto que cuando un empleador pagaba un salario, la mitad de lo que pagaba eran impuestos. Esto aumenta el salario bruto, encareciendo el trabajo, y disminuye el salario neto, empobreciendo al trabajador.
No existe una manera fácil de financiar el gasto público, y debemos pensar que en general las concepciones sobre quién realmente lo paga son erróneas. Al final, todos pagan y la única manera de evitarlo es reducir el gasto público.
Por Claudio SapelliFaro UDD