Me cuesta mucho aceptar que soy un hombre de sesenta años que ya vivió lo mejor de su vida y que tiene poca vida. Cuando me veo en el espejo, me parece ver a un hombre de cuarenta años, no sesenta. De hecho, cuando tenía cuarenta años, no me sentía tan bien como me siento ahora. Soy mayor, pero duermo mejor y disfruto más de los días que cuando tenía cuarenta años y vivía tomando pastillas porque viajaba todas las semanas y no dormía bien en ningún lado.
También me cuesta aceptar que ya no está en todo el mundo, entre los cuatro mil millones de hombres que habitan el planeta, un solo hombre, uno, que podría tener una erección, si me viera desnudo. Los pocos hombres que hace mucho tiempo me consideraban mínimamente atractivo ya han muerto y están enterrados o han sido incinerados y apenas son un recuerdo que impulsa en mi memoria. No queda nadie, ni un solo hombre en el planeta Tierra, que podría experimentar alguna forma de tensión erótica o levantamiento viril, viéndome despojado de cada atuendo, convertido en un flan. Quiero decir que a los sesenta años he perdido por completo mi antiguo y dudoso poder erótico. Cualquier hombre, de cualquier edad, en cualquier territorio, en cualquier idioma o lengua, se reiría de la mandíbula oscilante si me viera desnudo, y luego me aconsejaría que evite que evite un resfriado. A esto hemos llegado, para ser una caricatura de a quién fui en mis años jóvenes.
Sin embargo, todavía no soy un jubilado en las inciertas ligas del amor y el erotismo y, estrictamente hablando, aún no he cruzado el umbral de los ancianos. Aunque tengo sesenta años, estoy casado con una mujer de treinta y seis. Cuando nació, estaba a punto de cumplir los veinte y cuatro. Técnicamente, podría ser mi hija, pero no lo es. Ella es mi esposa, y la amo, y consciente de hacerme el amor una o dos veces por semana, y es lo suficientemente delicada como para no reírse a carcajadas cuando me ve desnuda. Puedo decir entonces que todavía hay una criatura humana en todo el mundo que, de vez en cuando, después de algunas copas de vino, quiere besarme y abrazarme, acariciarme y susurrarme al oído, de invitarme a asaltar sus tesoros con la habilidad del veterano pirata. Buena suerte: mi esposa, que se parece a mi hija, que podría ser mi hija, mantiene al hombre vivo que, malo eso, apenas, arrastrándome, estoy quieto. Cuando hacemos el amor, cuando nos reímos después de hacer el amor, cuando bajamos a comer helado en la cocina después de hacer el amor, no soy un hombre de sesenta años, de repente soy uno de treinta, convencido de que ahora soy menos torpe haciendo el amor que cuando tenía treinta y me golpeé como si el erotismo fuera un gimnástico o un deporte de aventura.
He amado a algunas mujeres, he amado a algunos hombres, he amado a algunos hombres que querían ser mujeres, y ahora todas ellas me han olvidado o deplorarme o no me saludarían si me vieran en un aeropuerto, pero no he amado a nadie con la poderosa y tranquila chica, mi terrible niña, me ha concedido con gracia. Con ella puedo ser un hombre, pero también me atrevo a ser mujer, y ama a los hombres en mí, y ama aún más a las mujeres que viven en mí, que se esconden en mí, y que ella y solo ella sabe, en los juegos impredecibles de amor, en la lenta o ardiente ceremonia del erotismo.
De vez en cuando, muy poco común, conozco a un hombre que me gusta y le digo a mi esposa que he conocido a un hombre que me gustó (casi siempre es un argentino) y ella se ríe y me dice que no hagan ilusiones. Pero, tonto, tengo ilusiones. Y cuando le pido a ese hombre que me bese, solo unos pocos besos piratas y nada más, llego a recordar que soy un ventrudo y una peluca de sesenta años, porque todos los hombres que me gustan, que tampoco son tantos, se quedan asustados cuando propongo algunos besos, y no me escriben más, y me vayan más valiosos, y me ríen de mí, que intenté que se acerquen a sus pilotes o algo. honor.
No necesito acostarse con nadie más, estoy feliz con mi esposa y agradezco a los dioses la travesura de haberla presentado. Pero cada dos o tres años, de repente, como si fuera un temblor, algo se estremece entre mis huesos y mis nervios, y, después de ese temblor violento, asalto la necesidad, menos hormonal que intelectual, que un hombre guapo, bueno, me dice sin más Ado, Señor, he leído sus libros, lo he visto en la televisión, y me gustaría verlo desnudo, si no es mucho que lo discolte. Ningún hombre lanzado me ha pedido un tamaño de favor en quince años, cada año que he estado casado. Nadie quiere verme desnudo, ni siquiera a mi esposa bien mejorada, porque ella prefiere que la ame sin tomar mi ropa de dormir, cubriendo así mi flan y mi gelatina, y eso me entristece profundamente. Para las dudas, debido a que siempre hay sospechosos y mimados, no quiero ser infiel o injusto con mi esposa, no quiero arrojar a un amante a cortar, no quiero enredos, Jaleos o refriega con un hombre de paso: todo lo que quiero es que cualquier hombre que no me lea, que no sabe quién soy, con la experiencia al azar, viéndome desnuda, una vírgica de banerio que cría su vibra virile. Solo le pregunto, ¿es demasiado preguntar? Un hombre a diez pasos de mí, un hombre calentado para verme en cueros, un hombre que se eriza cuando percibe el suave dominio de mis carnes flácidas asombradas. Luego firmo un libro, beso Pirate y me puse rápidamente para no frío.
Hubo un momento lejano cuando viajaba mucho y enredaba con algunas mujeres que, quizás miopianas, quizás autodestructivas, piratas de deseo como yo, su servidor de seguros, querían verme a Nake Nymphomaniac en Buenos Aires que casi me dejaron Exanime. A ninguno de ellos le gustaría verme ahora vestido, mucho menos sin ropa. Todos me recuerdan a mí como un accidente, una colisión, un error de juicio, un mal cálculo, una mancha que no se puede borrar. Pero todavía los amo, o los amo al menos literalmente, porque todo lo que aprendí con ellos, o de ellos, me sirvió para convencer a mi esposa de que, a pesar de mi reputación de amar contra el contracurrente, también me gustaba las mujeres, y tal vez no era una amante como una gorra como ella creía, y tal vez no era el resbaladizo amante y golpeaba que ella solía ser cuando tenía veinte años.
También hubo un momento lejano, tan distante que ahora parece fabuloso o ficticio, una película inventada, en la que unos pocos, muy pocos hombres querían besarme y, cuando me vieron desnudo, se envolvieron de deseo y dieron un testimonio palpable que todavía me consideraban un hombre apetitoso. Había tres, solo tres hombres intrépidos, y luego se convirtieron en mis enemigos, y ahora ya no están entre nosotros. Cuando los recuerdo, cuando sueño con ellos, cuando pruebo los momentos felices en los que vivimos escondidos o sin esconderse, me doy cuenta de que esta vida muy arriesgada, la de las amantes de las mujeres que ocasionalmente también podrían amar a un hombre, es, temo, un área de mi existencia que ha apagado hace tres años y que, sospecho, ya no se encenderá, porque ha expirado para siempre.
Debo aceptar serenamente, con renuncia, que soy un hombre mayor, veterano y sesenta años, que ya no despierta calor en nadie, porque ha perdido por completo su antiguo y dudoso poder erótico. Entonces debo recordar, para evitar ridículas o humillaciones, que la felicidad ahora está oculta en un libro, una película, una noche más con mi esposa, con quien, de repente, soy un joven travieso de sesenta años, y cuyos besos suspenden brevemente el paso del tiempo y me impiden los estragos de la vejez.
