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Yo nací para ser millonaria: un relato de Jaime Bayly

Martina E. Galindez

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A mi hermana el dinero la enloquece desde niña. Por eso ahora está quebrada.

Me duele profundamente que esté quebrada. Siento que debería ayudarla. Pero temo que, si la ayudo, quebraré yo también.

Cuando era niña, no le interesaban los estudios. Rendía pobremente en el colegio alemán. Sacaba malas calificaciones. Su obsesión era el dinero.

Cultivaba con temprana astucia dos relaciones interesadas en el mundo de la familia. Perseguía con cartas manuscritas y llamadas telefónicas a las dos personas más ricas de la familia: un tío calvo, billonario y homosexual, y una tía heredera de minas de oro que pasaba largas temporadas en Londres, rodeada de sus perros.

El tío rico y la tía aún más rica recibían las cartas de mi hermana y le compraban todo lo que ella les pedía: principalmente ropa de lujo, pero también joyas y relojes.

Tan pronto como terminó el colegio, mi hermana se casó con un español que le prometió que serían millonarios. Rendido de amor, el español hizo su mejor esfuerzo para colmar de dinero a su esposa. Entró en el negocio de las aduanas, del transporte marítimo, de la marina mercante. Trabajaba como un demonio para que mi hermana se diese la gran vida, viajando por el mundo.

Sin embargo, el español fracasó en sus esfuerzos desesperados por complacer a mi hermana. No pudo ser tan rico como ella esperaba. Tuvieron cuatro hijas. Llevaron una vida peripatética, siempre llegando de un viaje y planeando la siguiente travesía. Llegaban con ocho, diez maletas, todas llenas de ropa. Pero mi hermana quería más, mucho más, y el español estalló. Literalmente reventó porque estaba tan gordo que tuvieron que operarlo y porque se enamoró de su secretaria. Después de la operación, se convirtió en un hombre flaco y austero, harto de perseguir el vil metal, y se retiró a vivir en el campo.

Desde entonces, mi hermana tuvo varios novios, pero ninguno la hizo millonaria. Si bien lo intentaron, todos fracasaron. El más pintoresco fue un árabe que se jactaba de ser un hombre riquísimo con parientes en la monarquía saudí. Era gordo, muy gordo, tan gordo que a duras penas podía caminar, y parecía un globo de helio que en cualquier momento se echaría a volar. Le regalaba a mi hermana relojes de alta gama y joyas de oro. Hasta que un día mi hermana descubrió que las joyas y los relojes eran de fabricación china. El jeque árabe era todo un fanfarrón.

Cuando el tío calvo, billonario y homosexual murió, mi hermana, que tanto lo había cortejado, se volvió millonaria, por fin. Ella y mi madre heredaron mucho dinero. Entonces mi hermana, lejos de preservar los millones que había heredado, se propuso multiplicarlos, invirtiendo en la Bolsa.

Al comienzo, le fue bien. No invertía cantidades pequeñas. Invertía fortunas. Si tenía diez, quería tener cien. Si tenía cien, quería tener quinientos. Siempre quería más. Cuando ganaba, no retiraba la ganancia ni la ponía a buen recaudo, sino redoblaba la apuesta y continuaba invirtiendo millones.

Yo le preguntaba si estaba contenta y ella me decía que ganaba fortunas en la Bolsa. Debido a ello, viajaba por el mundo, comprándolo todo a su paso, con sus hijas, con los novios de sus hijas, con sus amigas de toda la vida. Era sumamente generosa. Eran tiempos de opulencia y esplendor y no se privaba de nada.

Yo la admiraba porque tenía la impresión de que ella poseía una astucia natural para ganar dinero. Por eso le di una suma no menor de mis ahorros para que ella invirtiese ese dinero. Mi madre decía que mi hermana era un genio de las finanzas. Durante años, mi hermana me hizo ganar mucho dinero. Cuando le dije que me retiraba del todo, me animó a quedarme, me dijo que no fuese cobarde, me prometió ganancias más copiosas, pero yo insistí y salí de la fiesta ganando. Lo hice porque mis hermanos me decían que era imposible ganar siempre en la Bolsa y que tarde o temprano mi hermana quebraría.

No sé cómo ocurrió la quiebra, no conozco los detalles, prefiero ignorarlos. De pronto, mi hermana dejó de viajar. Poco después, le pidió dinero a mi madre. Mi madre quiso dárselo a escondidas, pero mis hermanos descubrieron la trama secreta y lo impidieron. Entonces, ofuscada, mi hermana enjuició a mi madre y mis hermanos, exigiéndoles dinero, alegando que estaban en deuda con ella. Los juicios fueron largos, penosos, horribles. Los perdió todos. No tenía un caso. Nadie había cometido una injusticia contra ella.

Luego supe que, además de perder una fortuna en la Bolsa, mi hermana había confiado su dinero a varias empresas financieras que la habían timado. Esas empresas le habían prometido un alto rendimiento anual en dólares, ganándole al mercado, y durante un tiempo habían cumplido en pagarle los intereses prometidos, pero luego sus jefes habían desaparecido, sin dar explicaciones a mi hermana. No tuvo más remedio que enjuiciarlos, acusándolos de estafadores. Pero el dinero no apareció.

Así las cosas, y sin que mi madre pudiese rescatarla de la quiebra, mi hermana tuvo que vender la casa en el campo, el apartamento en la playa y los coches de alta gama. Peor todavía, se vio obligada a vender sus joyas, sus relojes y hasta sus piezas de arte.

Yo me enteraba de toda esa desgracia y me daban ganas de llorar porque siempre he tenido un cariño especial por esa hermana que es apenas un año mayor que yo.

Avergonzada porque había perdido mucho dinero, envenenada por los pleitos judiciales, mi hermana dejó de asistir a las reuniones familiares. Por eso no la veo hace años. Sin embargo, la recuerdo con cariño. Me reconforta saber que tiene una buena relación con sus hijas. Es una gran madre. Es supremamente generosa con ellas. Al menos no está sola.

Por suerte, mi madre y mi hermana se quieren mucho, hablan con frecuencia, se ven a escondidas, aunque nunca en casa de mi madre, porque ella tiene prohibido por mis hermanos, que le vigilan atentamente su patrimonio, darle más dinero a mi hermana.

Los últimos días mi hermana me escribió un largo correo electrónico. Me contó que había asistido a un seminario para aprender a invertir en la Bolsa. La felicité. Le deseé buena suerte. Le rogué que fuese prudente y cuidase sus ganancias. Volvió a escribirme y me dijo que el seminario del experto en la Bolsa le había resultado muy útil y que sus primeras inversiones habían sido provechosas.

Por lo visto, mi hermana no se rinde. Ha conseguido un dinero prestado. Está de regreso en la Bolsa. Y de nuevo está ganando. Ruego a los dioses que esta vez la película tenga un final feliz.

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