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Mariana Heredia: “Apuntar al 1% más rico sirvió para sensibilizar, pero también nos ha excusado de pensar”

Martina E. Galindez

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De un tiempo a esta parte, los trabajos de Mariana Heredia (socióloga egresada de la UBA y doctorada en la Escuela de Altos Estudios de París) destacan en un campo tradicionalmente esquivo para la sociología latinoamericana: el estudio de las élites. Heredia inició sus investigaciones hace más de 20 años, constatando, por ejemplo, que el gran empresariado argentino era más heterogéneo de lo que las ciencias sociales parecían observar a la distancia. O que los economistas críticos de la ortodoxia neoliberal, frente a problemas como la inflación, no acertaban a proponer soluciones realmente alternativas, de modo que el predominio de los economistas ortodoxos no explicaba por sí solo la continuidad del modelo.

Ignorar cómo funcionan las élites, cree Heredia, equivale en buena medida a ignorar cómo se estructuran las desigualdades en una sociedad (y cómo se las podría revertir). En las ciencias sociales, sin embargo, “todos trabajan las desigualdades a partir de los pobres y de la clase media empobrecida, y muy pocos sobre cómo las transformaciones de las últimas décadas impactaron en los estratos superiores”, afirma vía Zoom.

De esa inquietud nació ¿El 99% contra el 1%? (Siglo XXI Editores), libro enfocado en la realidad argentina pero de conclusiones válidas para casi toda América Latina. La autora no se opone a que los ricos paguen más impuestos, pero sí al entusiasmo que esa demanda ha despertado. “Mi voluntad –explica− era actualizar todo lo posible qué entendemos hoy por capital, bienestar y poder, tres discusiones me parecían desactualizadas respecto de las dinámicas económicas, políticas y tecnológicas de hoy. Hoy trabajador no significa exactamente lo mismo que en los años 60 o 70. Bueno, ¿capital sí significa lo mismo? Esas eran mis reflexiones cuando llegó la gran revolución de Thomas Piketty, con la idea del 1% más rico.”

Que no era sólo un eslogan, había buenos números detrás.

Sí, esa fue su gran virtud: evidenciar, con fuentes estadísticas novedosas, el gran distanciamiento que se produjo en Europa y Estados Unidos entre una minoría muy enriquecida y una clase media empobrecida. Y la propuesta derivada de ese diagnóstico, que fue “tax the rich”, se empezó a exportar a todas partes y ahí se popularizó la noción del 1%. Aun cuando después parece un salamín, porque se empieza a cortar el 0,1%, luego el 0,01%… Pero sirvió para nombrar a un estrato social que ya tenía muchos nombres superpuestos: clase alta, oligarquía, élite empresarial, establishment, poderes financieros, en fin. El 1% vino a ofrecernos una etiqueta flamante que lograba despertar una gran sensibilidad en contra de esas hiperminorías, porque todos éramos del 99% que se está quedando afuera.

También le otorgaba legitimidad estadística a esos términos desgastados por su carga ideológica.

Exacto. Pero eso también eximió a antropólogos, sociólogos, teóricos sociales, de revisar las categorías con las que estaban pensando la sociedad, agarrándose de la legitimidad matemática que detentan los economistas. ¿A qué nos referimos hoy cuando hablamos de clases altas? ¿Qué dinámicas de riqueza y poder queremos revertir, con qué soluciones? Ahí mi sensación es que apuntar al 1% más rico ha servido para sensibilizar, pero también nos ha excusado de pensar. Nos mantiene redondos en la discusión de cómo medir y gravar al 1% en cada país. Pero resulta que los dueños de Amazon o de Apple, y de muchos fondos de inversión globales, extraen riquezas en nuestros países pero no tributan acá. Estrictamente, no forman parte de la estructura social chilena o argentina. Y a su vez, muchos chilenos y argentinos tienen recursos en el extranjero. Además, los cálculos de Piketty usan estadísticas tributarias, que no registran la riqueza de quienes evaden sus impuestos. Entonces, ¿estamos pensando bien el capital a partir de ese 1%?

Un aporte central de Piketty, se supone, fue actualizar la relación entre las dinámicas del capital y las desigualdades sociales.

Ayudó a poner en el centro ese debate, sin duda. Pero también se le ha criticado su definición “contable” de capital, donde los autos de lujo, las maquinarias productivas o los activos financieros se suman como si fueran lo mismo. Porque socialmente no son lo mismo. Como tampoco son lo mismo las inversiones en productividad que reducen mano de obra y las que generan mejores empleos. O los flujos financieros que empujan el desarrollo y los que pueden desestabilizar tu mercado de capitales. El problema, en resumen, es que una definición exclusivamente contable de la riqueza nos lleva a una política exclusivamente tributaria, que prescinde de pensar cómo se invierte el capital, con qué consecuencias, para qué sociedad. En nuestros países, de hecho, la manera más rápida de llenar las arcas fiscales con impuestos de los ricos sería intensificar la explotación de la naturaleza, sin reparar mucho en costos ambientales. Entonces, si aspiramos a un capitalismo menos de rapiña, más orientado al bienestar general, no todo es distribuir lo que ganan los ricos.

Atacando la dimensión más subjetiva de la “obsesión por los ricos”, escribe lo siguiente: “Si nos contentamos con los gestos simbólicos de denuncia, la moralización de la desigualdad se convierte en un callejón sin salida”.

Eso tiene mucho que ver con la manera en que estamos pensando el poder. Porque si la discusión es cómo hacemos para que los ricos sean más generosos o menos perversos, significa que hemos circunscrito el problema a esos pocos malos que están tomando decisiones. Mi sensación es que estamos mirando obsesivamente esas manitos que parecen controlar las marionetas, ¿no? Y la propuesta del libro es mirar los hilos que conectan a aquellos que toman decisiones importantes para la sociedad, y el modo en que esas decisiones estructuran relaciones y las reproducen. Porque las desigualdades se conjugan en plural: no hay una única desigualdad, no hay un único 1%. Hay distintos tipos de ventajas que se concentran a través de distintos mecanismos. Es cierto que hoy se superponen mucho por el poder adquisitivo de algunas minorías, pero tampoco es verdad que esas minorías funcionen solas.

La idea, en el fondo, es que por fijarnos en ciertas personas perdemos de vista lo impersonal.

Así es. América Latina sigue teniendo algunas grandes familias y grandes hombres de negocios que logran imprimirle un sello personal a la dinámica económica. Y en el mundo también hay grandes carismas que construyen fortunas y parecen encarnar una etapa del capitalismo. Pero la mayor parte de los mercados −el de capitales para empezar, pero también las empresas globales− tienen hoy una gestión impersonal de los negocios. De hecho, una gran preocupación en la sociología de las organizaciones es quién es el responsable de las decisiones de una empresa, a quién se culpa en los casos de corrupción. Porque son empresas muy fraccionadas, con un montón de accionistas remando hacia su lado, y con la administración delegada en profesionales. Entonces no hay un círculo de mando acotado, sino un entramado de hombres de negocios, gestores de capital, CEO, profesionales de las finanzas, que todos los días buscan cómo maximizar sus propias ganancias. Y ahí las personalidades empiezan a ser menos relevantes que las dinámicas que regulan y orientan esas decisiones.

Por eso propone que estudiar a las élites es también reflexionar sobre cómo la sociedad está organizando y conduciendo la ambición.

Porque en el camino te das cuenta de que esas dinámicas no conducen sólo la ambición del 1%, sino de todos quienes quieren acumular ganancias y tener una vida material más holgada. Y lo que me llamaba la atención en las entrevistas es que nadie se reconoce como parte de las élites políticas y económicas argentinas. Hay un otro, en alguna parte, que alguna vez vieron, y que sería aquel que realmente tiene el gran capital o el gran poder político para tomar decisiones por el resto. Bueno, Kathya Araujo tiene unos libros preciosos sobre la cuestión de la autoridad, donde de algún modo trata de narrar esa mirada fálica del poder que incluso comparten muchos poderosos, de que alguien solito tiene la manija. Y que trae consigo la idea de que si esos pocos villanos se volvieran virtuosos, el problema de todos nosotros se resolvería.

Mariana Heredia es investigadora del Conicet (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) de su país, trabajo que realiza desde la Escuela Idaes de la Universidad de San Martín. También es profesora de la UBA.

Usted apunta que esa “imaginación melodramática” surgió en Francia a comienzos del siglo XIX, y que está muy marcada en las novelas de Balzac.

Tal cual. Y también es muy religiosa, porque demanda a los culpables de nuestros males una conversión mística hacia la bondad, discurso que está bastante presente en el resurgimiento de las religiones que tenemos hoy. Es que las crisis son, justamente, momentos para poner a las élites en el banquillo de los acusados. Y no me parece mal. Pero hay que entender que las élites también muestran de manera extrema, o estilizada, comportamientos que atraviesan a toda la sociedad: la búsqueda de reconocimiento, de bienestar, de influir sobre los otros en el sentido que uno prefiere. Esas búsquedas no se limitan a ese 1 o 10% que uno recortaría en un laboratorio ubicando ahí todos los males. Es sociológicamente insostenible, pero sobre todo, estratégicamente vacuo, infértil. ¿Y si no se convierten a la bondad? ¿Nos vamos a sentar todos a llorar adelante de esos malvados que no nos están considerando, que están pisoteando a la humanidad?

Cuando critica la “idea de contraste y ajenidad” con que académicos y políticos han definido a las élites, parece claro que la crítica implica a las clases medias acomodadas y al mundo progresista que pertenece a esas clases.

La magnitud de tu capital, sin duda, es un factor fundamental de tu poder en la sociedad. Pero cuando uno observa la vida de esos ricos, muchas veces conviven en las instituciones y los barrios donde se manejan las clases medias altas consolidadas. Mandan a sus hijos a los mejores colegios privados posibles, residen en los barrios residenciales más lindos, van a los servicios de salud que los atiendan más rápido y con más cuidado, se van de viaje a los mismos balnearios. Entonces el poder y la holgura pueden ser distintos, pero en las condiciones de vida y en ciertas oportunidades no hay tanta diferencia. Ahí al progresismo le encanta centrarse en el lujo, porque permite que uno se ría de la banalidad de los millones.

“Además de estar del lado bueno, tenemos buen gusto.”

Claro, yo puedo tener una cartera de tercera marca, porque la veleidad de tener una Chanel no me interesa. Pero sí me interesa que a mi padre, llegado el caso, lo opere el mejor cirujano del país. Algunos entrevistados me decían: “Yo no soy un garca, pienso en mis hijos”. Ahora, esa frase podría servir para mandarlos a un buen colegio con mucho esfuerzo, pero también para legarles un departamento a los 18 años. Una vez que el mundo privatizado se instala, qué es un lujo y qué es una necesidad se vuelve muy opaco.

Por lo mismo, cuando se propone expandir la base tributaria, la respuesta de esos grupos suele ser “cómo me van a cobrar a mí, si con suerte llego a fin de mes”.

Claro, pero no reparan en que eso les ocurre porque han asimilado la lógica de la economía de mercado: que uno siempre tenga nuevas necesidades. También el progresismo dice muchas veces: “El salario no es ganancia, no tiene por qué pagar impuestos”. Pero, ¿qué son los CEO o los jueces de la Corte Suprema? Asalariados. ¿Y quiénes son los grandes empleadores en Chile y en Argentina? Las pequeñas y medianas empresas. En Argentina, el 75% de los patrones tienen establecimientos de cinco empleados o menos.

De todo esto resulta, según su análisis, que muchas propuestas para revertir las desigualdades sean contradictorias entre sí: unos quieren subir ciertos impuestos y otros bajarlos, unos quieren eliminar la economía de plataformas y otros generalizarla, entre varios ejemplos que anota.

Porque tal como existe la idea de un poder fálico que lo puede todo, existe la idea de que podríamos cambiar de rumbo sin costo alguno. Sobre todo cuando damos la discusión en un plano tan abstracto, ¿no? Así se hace fácil creer que América Latina podría nadar en riqueza sin tocar su naturaleza, o que de algún lado van a salir los recursos para que no paguemos impuestos ni afrontemos el costo de la energía. Externalizamos todo el tiempo el problema, lo que es una gran dificultad para la política. El político está obligado a tomar decisiones dilemáticas, siempre va a tener que sacrificar algún objetivo o perjudicar a un grupo más que a otro. Eso es construir instituciones humanas. Por eso el odio a los ricos, tal como el odio a la corrupción de los políticos, hoy en día son como grandes coartadas que nos eximen de enfrentar los dilemas que tenemos. ¿Cómo queremos que se gobierne? ¿En qué noción de lo común se asienta nuestra idea del bienestar general? Entonces aparecen estas propuestas contradictorias, porque ponemos el problema en otra parte. Otro problema que le da de lleno a la izquierda es que el capital ha logrado, al menos en parte, emanciparse de la contratación de grandes volúmenes de trabajadores. Muchos de los ricos que aparecen en Forbes son herederos que viven de los retornos de sus colocaciones financieras. Otros subcontratan empresas que, a su vez, subcontratan trabajadores sólo cuando los necesitan.

Y por el otro extremo, homologar a los sectores más excluidos con los trabajadores de las grandes empresas es cada vez más inexacto.

O sea, en los sectores excluidos la mayoría ni siquiera son trabajadores formales. Y los trabajadores de las grandes empresas, si bien pueden estar sometidos a dispositivos de control realmente opresivos, son los más formalizados y sindicalizados. Por lo tanto, tienen una capacidad de autodefensa que no tiene la trabajadora de un taller textil informal en el conurbano, ni el empleado de una pequeña panadería, que además ganan menos. Ahí creo que en las ciencias sociales tenemos una responsabilidad: visibilizar mejor los padecimientos que no se convierten en una movilización social. Ya decía Max Weber que el movimiento obrero tiene condiciones para existir que los campesinos no tienen: concentración espacial, horarios y tareas similares, una ética común, un adversario visible. Bueno, esas condiciones ya no están dadas. Estamos cada vez más dispersos, mucha gente ya no sabe ni para quién trabaja, trabaja hoy para una persona y mañana para otra, no ve con claridad qué tipo de reclamo mejoraría sus condiciones, ni a quién tendría que hacerlo. Y me parece que la sociología del trabajo o los estudios laborales siguen muy encandilados con los conflictos que puedan activar los trabajadores sindicalizados.

La académica Mariana Heredia.

En el libro va más lejos: dice que los conflictos y el pueblo movilizado rinden cada vez menos como estrategias para reducir las desigualdades sociales.

Lo que digo es que la eficacia de la movilización depende mucho de la capacidad extorsiva de cada grupo. Y esa capacidad hoy no la tienen quienes componen los hogares más frágiles y sumergidos de nuestra sociedad. Entonces, lo que está faltando en el mundo no es movilización de distintos malestares, no es conciencia de que las desigualdades son graves. Es algún proyecto de lo común que traccione esos reclamos de una manera virtuosa. Y mi gran preocupación es que esa acumulación de malestares y de movilizaciones, alentados por un cierto clima de que hay que honrar esas demandas, es un terreno vacante que hoy puede aprovechar la izquierda y mañana la extrema derecha. Porque son demandas cada vez más diversas, más difíciles de hilvanar.

Pero también han logrado dar visibilidad a padecimientos sociales que no estaban en la mira.

Por cierto. Toda época de movilización social es un momento de gran apertura, de visibilidad de las injusticias. Lo que no sabemos es si estas reivindicaciones diversas van a significar un avance de la sociedad en su conjunto o si van a abroquelarse en una defensa corporativa de algunos grupos. A los grupos que demandan reconocimiento o igualdad les cuesta ver que eso requiere de la construcción de consensos que sean algo más que la sumatoria de minorías. Y al progresismo le cuesta ver que para democratizar derechos hay que trascender a las vanguardias que vinieron a proponerlos. En ese sentido, lo que me preocupa no es la confianza en la movilización, sino que la evocación de las manifestaciones, del banderazo en las plazas públicas, se empezó a volver sinónimo de política, como si esa efervescencia emotiva fuera a revertir las desigualdades en América Latina. Pero sabemos que no alcanza con eso, que nunca alcanzó. Entonces basta de victimizarse y de angustiarse: tratemos de redefinir el problema para poder atacarlo mejor.

Entre las consignas que no ayudan a esa redefinición, incluye el reclamo por “una profunda reestructuración del modelo de acumulación”, como si los gobiernos pudieran elegir ex nihilo el orden económico que va a regir en un país.

Sin duda que los gobiernos tienen algún margen de maniobra, pero ese margen tampoco depende sólo de ellos. Hoy, por ejemplo, la tensión entre China y Estados Unidos abre espacios de maniobra para las naciones latinoamericanas. Pero también se abrieron a comienzos del siglo XXI, ¿y qué pasó? En los discursos se hablaba de la gran patria latinoamericana, pero en las acciones cada país negociaba con China sus inversiones. Y esa distancia entre las proclamas idealistas y las herramientas para alcanzar esos objetivos se está dilatando cada vez más, me parece. A China le llevó 50 años llegar al lugar que ocupa hoy, y con profundos niveles de sacrificio social. Nosotros pretendemos volvernos posindustriales y prósperos de un día para el otro, sin construir consensos y sostenerlos en el tiempo. ¡Cualquier reversión durable de una desigualdad lleva mucho tiempo! En las sociedades latinoamericanas hubo valores igualitarios, empáticos, que se construyeron durante décadas, y por eso no se pudieron desmontar ni con la violencia de las dictaduras ni con toda la matraca individualista. Bueno, eso es un asiento sobre el cual volver a fundar o nutrir un proyecto que se pregunte por lo común.

Cuando plantea que esa pregunta por lo común está confiscada –también en la izquierda− por la mirada economicista, ¿a qué se refiere concretamente?

A que existe una idea muy instalada, importada del discurso economicista, según la cual las desigualdades se resuelven redistribuyendo capital, ingresos, derechos, capacidad de palabra y de movilización. Eso en gran medida es cierto y es un objetivo de la democracia. Pero hay otra parte de la democracia que es la infraestructura que permite la vida en común. Y que está compuesta por una socialización republicana, por el cumplimiento de las normas, por la noción de que todos pueden opinar pero el juez decide quién es culpable y quién inocente, la ciencia decide qué tratamiento es seguro o es riesgoso. Entonces, hay que reconstruir también esa igualdad, lo cual significa fortalecer las instituciones que permiten no sólo la distribución, sino también la integración. Y que canalizan las tensiones que, liberadas a su lógica, pueden llevarnos a un bloqueo recíproco insuperable. Ahora, esto también supone mostrar que la lógica individualista liberal es insostenible. No se puede distribuir el derecho de contaminar la naturaleza hasta que reviente. La supervivencia de la humanidad depende de acuerdos donde cada uno haga su parte. Y donde los privilegiados hagan una parte mayor, ¿no?

En ese sentido, ¿hablar de integración sería también hablar de desmercantilización?

En parte, claro. O sea, es lógico que las familias velen por la educación o la salud de sus seres más queridos. El tema es si eso tiene que llevarnos a una escalada de privatización cada vez más costosa, o si a toda la sociedad le interesa vivir en un mundo con gente más educada y más sana. Y ese es otro problema de la mirada economicista: al considerar que la igualdad pasa sólo por el poder adquisitivo, estamos asumiendo una sociedad donde todo está privatizado. En cierta medida, asumimos como dado el repliegue de las instituciones públicas de calidad que trajo el neoliberalismo: el que pueda los servicios básicos, que los pague, y que el Estado haga lo que pueda con el resto.

Desde la experiencia chilena, se le podría responder que esas instituciones de calidad no solían llegar a quienes más las necesitaban, y que los pobres nunca estuvieron mejor asistidos que bajo este modelo.

Claro, pero ahí la palabra clave es asistido, que no es sinónimo de integrado. Focalizar en los más pobres también pudo haber consistido en tratar de incluirlos en las instituciones de bienestar que preexistían, y no sólo focalizar en ellos los recursos mientras el resto migraba a los servicios privados. Porque eso terminó segmentando estratos, de algún modo: el Estado es un Estado para pobres; la clase media dice “yo al final pago por todo y el Estado no me da nada”; y las élites se entienden entre sí. Esa segregación es fundamental en América Latina, donde no tenemos dispositivos impersonales aceitados para distribuir beneficios. Las familias y los amigos resuelven muchos problemas, ¿no? Y eso lo enaltecemos cuando hablamos de sectores populares, porque vemos solidaridad, pero la contracara es que las clases altas y medias altas también operan mediante arreglos entre gente que se conoce y se recomienda entre sí.

Lo cual indigna a la izquierda cuando pasa en los negocios y a la derecha cuando pasa en la política.

De hecho, lo que ocurre muchas veces en América Latina es que hay una red vinculada a los negocios y otra más vinculada a la política. Y después, quienes llevan más tiempo en esas actividades y son más lúcidos, cultivan amigos o conocidos en la otra red, porque es lo que permite resolver problemas. Pero no siempre estas redes logran actuar de manera unificada, en pos de objetivos comunes. A veces pasa, y está pasando hoy en Argentina, que hay muchas redes gobernando a la vez y no pueden ponerse de acuerdo.

El gobierno de Macri, afirma en el libro, demostró que las élites económicas tienen hoy menos capacidad de actuar en conjunto de lo que uno supone.

Exacto, por eso distingo entre ganar y dirigir, que son dos formas muy distintas de entender el poder de las élites. El poder de ganar es, simplemente, el de preservar un orden que las beneficia. Pero otra cosa es el poder de intervenir ese orden y moverlo en algún sentido, como hicieron las “revoluciones conservadoras” de los años 70. Y mi sensación es que hoy las élites económicas saben reproducir la dinámica que conocen, pero les cuesta mucho dirigir a la sociedad en algún sentido. La dinámica de los negocios lleva a que se intente competir, sobrevivir, pero no integrar. Y eso les va generando un caldo de cultivo de malestar que después les resulta difícil procesar. Pero ojo, también diría lo mismo de muchos movimientos progresistas: logran activar muchos malestares y alcanzar posiciones de gobierno, pero después les cuesta mucho conducir eso de una manera superadora, porque lo que tienen es una sumatoria de minorías. Por eso vendría bien preguntarse un poco más qué tipo de lógicas estamos reproduciendo, y no sólo contra quién peleamos.

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