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Columna de Pablo Ortúzar: Irse a la cresta

Martina E. Galindez

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Cuando se enseña la historia del pensamiento político occidental -a nivel escolar o universitario- se comienza casi invariablemente con La República de Platón, que sin duda es fundamental. Sin embargo, los inconvenientes de este comienzo me parecen ir en aumento, ya que dicha lectura genera fácilmente la ilusión en el estudiante de que la política se trata de teorías sobre el mejor orden político -elaboradas por filósofos- que luego intentan aplicar en un mundo plástico y amorfo. Esta ilusión guía al lector desprevenido hacia las altas vías de la ideología, el dogmatismo y los excesos racionalistas.

¿Era ese el objetivo del libro de Platón? Creo que casi todos los platónicos responderían con un rotundo “no”. Es algo ver la capucha filosófica que recibió Karl Popper por su tratamiento del pensamiento político de Platón en La sociedad abierta y sus enemigos (1945), donde acusaba al filósofo griego de estar en las raíces del pensamiento totalitario moderno. Voegelin, Strauss y otros se rieron toda la noche del pobre Popper y su lectura de textos platónicos, que consideraban vulgares y superficiales.

Pero Karl Popper no era idiota, era una de las mentes más agudas de su generación. Entonces, aún admitiendo que su lectura de La República es incorrecta, al menos se debe concluir que es un texto con altas barreras de entrada, que requiere una intensa mediación para ser entendido. Así que, además de su ya pesada lectura, para empezar a hablar habría que depositar obras como La ciudad y el hombre (1964) de Strauss -donde defiende la idea de que La República es realmente una cura contra la ambición de poder – o el tercer volumen de Orden e Historia (1958) de Voegelin. En conclusión, es mejor no empezar con Platón.

¿Por dónde empezar, entonces? ¿Qué texto tiene menos barreras de entrada y nos enseña mejor a entender la política? Las Historias de Herodoto y Tucídides, en mi opinión, son las mejores candidatas. Ello, porque son, precisamente, textos que contienen tesis políticas, pero que se desarrollan a partir del examen de hechos reales: la guerra contra los persas (o guerras médicas), la primera, y la guerra del Peloponeso, la segunda. En ambos casos, además, la principal advertencia se centra en la tendencia humana al exceso, al exceso (la famosa “hybris”), que ciega a las personas sobre sus propias debilidades y límites, provocando que su arrogancia les lleve al precipicio.

En otras palabras, son libros sobre cómo los seres humanos, cuando las cosas parecen irles bien individual o colectivamente, tienden a irse por su cuenta. Esto, contado a través de la tragedia de la democracia ateniense, que de ser la heroína de la película contra los persas en Maratón y Salamina, se convierte en un poder imperial cínico, arrogante y abusivo, que finalmente es humillado y derrotado por Esparta. . ¡Qué terrible la distancia entre el discurso fúnebre de Pericles y el famoso diálogo de los melianos!

No se me ocurre nada mejor para meterme en política que estas advertencias sobre el desmesura, complementadas con la disciplina incisiva y honesta de la mirada de Tucídides. La historia antigua, como ha destacado la historiadora Catalina Balmaceda, es fundamental para llegar a ser inteligente (y es terrible que sea despreciada y abandonada en nuestras aulas). Por lo demás, todo chileno contemporáneo ha tenido oportunidad de observar los excesos de la soberbia y las caídas a que conduce, así como las virtudes de la templanza. La distancia entre el desastre ególatra de la Convención y los silenciosos logros de la Comisión de Expertos así lo refleja.

Finalmente, leyendo a Herodoto y Tucídides, se comprende la desconfianza que sienten Sócrates -que luchó en el Peloponeso- y sus herederos intelectuales por la democracia de Atenas, así como la seducción que ejerce Esparta en sus miradas. Democracia ateniense cuyo ideal, corregido por los esfuerzos y reveses de dos siglos y medio de democracias modernas, sigue inspirando nuestras constituciones y nuestra vida política. Y seducción espartana que, no pocas veces, reaparece cuando vamos a la arista.

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